Los isleños desean cada año la llegada de les “matances” porque en ellas
se mezcla lo gastronómico y lo festivo, o lo que es lo mismo, el placer del
comer y el placer de festejar en un ambiente familiar y local.
Y es que lo importante de la matanza del
cerdo es participar. Llegado el día, ya de buena mañana toda la familia está
levantada y lista para colaborar. El espectáculo comienza cuando los matarifes
dan muerte al cerdo en una mesa baja. Con esa primera sangre se cocinará
el frito de la merienda. Es uno de los principios de las
"matances": nada puede desperdiciarse. Acto seguido y allí mismo,
sobre la mesa, se procede a pelar la piel del cerdo. Antiguamente se hacía
mediante agua hirviendo o ramitas al rojo; hoy en día se prefiere el uso de
herramientas más modernas que faciliten esa esforzada labor.
Una vez finalizado este paso, se prepara el gancho del cual colgarán al
cerdo para su despiece. Parte de esa carne se triturará: con ella se hará la
famosa sobrasada. Mientras unos preparan la carne, le añaden especias y la
aliñan dentro de una olla de barro, otros limpian los intestinos del cerdo.
Sólo así se podrá embutir la carne que dará lugar a las longanizas, a
los butifarrones, a los camaiots y, por supuesto, a las sobrasadas.
Un proceso laborioso que, sin embargo, se desarrolla en un ambiente de
alegría. Mientras trituran, aliñan y preparan los intestinos, los mallorquines y
de cada vez másturistas bromean, ríen y están de tertulia. La matanza no es
sólo una manera de obtener deliciosos alimentos sino también de estrechar
lazos. No cuesta entender, entonces, que muchos de ellos cuenten los días que
faltan para este festejo.
Pero lo mejor aún está por venir. El colofón del día lo marca una comida
multitudinaria en la que se sirve el famoso arroz de matanzas, un plato
que incluye una gran variedad de carne de cerdo, así
como setas y judías. ¿Hay una manera mejor de terminar un día de
"matances"?